Dilema de Egipto
La situación política en Egipto ha puesto en jaque a la Administración Obama.
Cuando los hechos empezaron a caldearse, el presidente Obama mantuvo una compostura política conservadora. Tanto él como su equipo de gobierno quisieron analizar el tono del movimiento civil antes de tomar una decisión que pudiera tener consecuencias negativas en las relaciones internacionales con este país y la región musulmana.
No se sabía si el movimiento era uno de tipo revolucionario o simplemente buscaba recomponer un sistema autoritario.
Si el movimiento busca el derrocamiento total de las fuerzas conductoras de Egipto, cambiar su sistema político –no simplemente recomponer las directrices, sino aniquilarlas e imponer otro tipo de gobierno político—, dicho movimiento es considerado revolucionario.
Las consecuencias de una revolución en Egipto no solamente tendrían consecuencias inmediatas dentro de este país, sino que también cambiaría el curso de las relaciones internacionales de Estados Unidos y Europa en el Medio Oriente. Aunque geográficamente Egipto es parte de África, política y culturalmente los egipcios se han considerado como parte del Medio Oriente y de la religión musulmana.
Un Egipto revolucionario, al mando de un grupo de clérigos islámicos ortodoxos, inclinaría el balance de las fuerzas de poder hacia una extrema derecha, el cual, posiblemente pondría en peligro el control del Medio Oriente y la estabilidad de Israel.
Por mucho tiempo la política de esta región se configuró sobre la base de una ideología de las relaciones internacionales, llamada en el medio académico “Realista”. Uno de los objetivos principales de los partidarios de esta ideología ha sido mantener control del Medio Oriente y no dejar que ningún “enemigo” tenga influencia sobre esta región.
Por una parte, el petróleo obviamente es una razón indispensable de esta política. Y por la otra, Israel es el gran aliado el Occidente para mantener “orden” del Medio Oriente. Egipto, en este sentido, también se convirtió en otro aliado con el pacto israelí-egipcio de 1977.
Con la Revolución iraní en 1979, y el consecuente advenimiento del Ayatollah Khomeini, el balance del poder en el Medio Oriente viró un tanto hacia la derecha shiíta. Es entonces cuando el gobierno norteamericano dispone, como tarea principal, detener la expansión del fundamentalista shiítas hacia otras tierras Árabes. Y como medida precautoria, Estados Unidos decide cortejar a Saddam Hussein para que éste se convierta en el eje “balanceador de los iraníes”.
Los resultados, por cierto, fueron relativamente óptimos. Saddam Hussein los detuvo e hizo a su país en uno de los actores más importantes de la región. Empero, estos logros fueron a costa de su rudeza, sus asesinatos, la exterminación de grupos étnicos minoritarios y otros delitos graves.
En Egipto sucedió algo similar con el gobierno de Hosni Mubarak, aunque sin la bestialidad que distinguió al régimen de Saddam Hussein. Por más de tres décadas, Mubarak utilizó a un sistema político corrupto para interponerse en todas las elecciones nacionales.
Recientemente el gobierno de Obama se pronunció por un Egipto que permita los cambios pronunciados por el movimiento civil, pero que no se incline hacia la derecha ortodoxa islámica.
Solo el tiempo dirá si esta medida es tardía e insignificante. Esperemos que no.