Hablemos de sexo con nuestros jóvenes hispanos
Recientemente he tenido que responder a numerosas preguntas de medios de comunicación sobre el controversial mandato del Departamento de Salud y Servicios Humanos que obliga a instituciones religiosas a incluir en sus planes de salud cobertura de medicamentos que inducen abortos, procedimientos de esterilización y anticonceptivos. La regulación gubernamental ha provocado una fuerte reacción tanto de los obispos católicos como de muchas otras instituciones religiosas y personas de diferentes creencias y persuasiones políticas.
La polémica no se ha suscitado porque la Administración Obama y los obispos estén en desacuerdo en cómo ven dichos procedimientos o “servicios”, sino por la estrechísima definición contenida en la regulación sobre a quién se considera un empleador religioso, y por tanto quién puede ampararse bajo la exención religiosa.
Aunque éste no es el tema principal de mi columna, lo traigo a colación porque en los intercambios con los medios y con otras personas continuamente se alude a estadísticas y números como si la Iglesia debiera cambiar sus enseñanzas y creencias según lo que diga la última encuesta de opinión. Las estadísticas son fáciles de manipular, pero debemos reconocer que algunos de esos números muestran una desconexión entre un número importante de católicos y lo que su fe enseña en cuestiones morales.
En el reciente Encuentro de Ministerios Católicos Sociales en DC, Arturo Chávez, presidente del Mexican American Catholic College (MACC), señaló asimismo esta realidad e hizo un llamado urgente a buscar la manera de superar esta desconexión. El tema es particularmente alarmante en las jóvenes latinas, entre la cuales el porcentaje de embarazos juveniles es altísimo.
De joven adulta fui asesora de grupos juveniles hispanos en Colorado y experimenté la realidad de la que el Dr. Chávez hablaba en numerosas ocasiones. Recuerdo vívidamente a una joven latina que había quedado embarazada. El muchacho se había desentendido. Aparentemente tenía fama en el barrio. Ella había caído en su juego probablemente sabiendo que no la amaba, pero parecía sentirse orgullosa de que “al menos” iba a tener un hijo de él. Después de todo muchas de sus amigas también eran madres solteras…
Yo era joven y no tenía mucha experiencia, pero aquella lógica me desconcertaba. Niños usados como prendas en un juego y mujeres hermosas cuya máxima aspiración en la vida era quedar embarazada del Don Juan de turno. Hombres jóvenes que normalmente se harían responsables por sus actos, y sin embargo buscaban relaciones sin ataduras con jovencitas sólo por probar su “hombría”; hombres que opinaban que, en todo caso, era responsabilidad de la mujer el no quedar embarazada. Al menos, en la mayoría de los casos que yo encontré, el aborto no era siquiera considerado. En ese sentido, todavía había un cierto respeto por la vida.
Experiencias como éstas me rompían el corazón. Estos muchachos, y sus familias, aun siendo católicos, estaban lejos de entender, mucho menos practicar, la enseñanza de la Iglesia sobre asuntos de moral y relaciones sexuales.
Pero no era enteramente culpa de ellos. Muchos crecieron en una cultura donde hablar de sexo con los padres, o incluso en el grupo juvenil, era tabú. Sus compañeros, los libros escolares de educación sexual y otros “consejeros” se encargaron de llenar el vacío. Una cultura, también, que a menudo enseña una cosa a los hombres sobre las relaciones sexuales y otra muy distinta a las mujeres; que públicamente condena ciertos comportamientos pero en privado los alienta. Una cultura, en fin, en que la mayoría puede dife-renciar lo que está bien de lo que está mal, pero pocos pueden realmente ofrecer una explicación coherente de por qué es así.
En nuestros grupos de adolescentes y jóvenes adultos, en los hogares, en las escuelas se necesita dialogar seriamente sobre estos asuntos. Se necesita también mucha catequesis. En mi experiencia, cuando los muchachos llegan a entender las relaciones sexuales a la luz del plan de Dios—como algo positivo y no negativo—muchos acogen la enseñanza y la siguen incluso cuando el ambiente no les ayuda.
Sin embargo, no podemos esperar que los jóvenes actúen de manera diferente, o que lleven un mensaje diferente a sus ambientes, a menos que primero entiendan esta enseñanza y la hagan suya. Si continuamos evitando el tema, otros continuarán llenando el vacío y la voz de la Iglesia en estos temas terminara haciéndose irrelevante.
Se ha dicho que, hoy día, la pastoral hispana es, sobre todo una pastoral juvenil. Y si no nos apuramos perderemos el tren.