Mi estatus de hispano de Estados Unidos
Hace muchos años, estando en la terraza de un edificio de Quito, observando las nieves perpetuas de las siete montañas donde reposa el agua congelada, la chica con quien yo salía me preguntó porque yo contestaba que era “de origen colombiano” cuando me preguntaban por mi procedencia.
Ella, ecuatoriana y patriota hasta los tuétanos, me recriminó diciéndome que lo lógico era que respondiera simplemente con un gentilicio claro: el de colombiano.
Le tuve que explicar que esa nacionalidad jamás la perdería, que estaba inscrita en mi sangre y mi corazón, que algunos de mis antepasados habían llegado a la Nueva Granada prácticamente con la conquista, que los otros habían sido nativos y que mi primer apellido es sin mayúscula: prieto, sinónimo de negro.
Acerca del ¿por qué? del uso de las palabras “de origen”, mi argumento fue sencillo, le recordé que para ese tiempo había vivido en Estados Unidos 13 años y que eso hacía que me sintiera más preocupado por las cosas que ocurrían en el país que habitaba, que las de mi Patria de nacimiento.
Ahí ardió Troya. Me calificó de traidor a América Latina, de cipayo de los norteamericanos y de ser un individuo sin identidad nacional.
Lo que le dije después le causó más molestia, le expresé que yo terminaría siendo: Un hispano de Estados Unidos.
Esa misma descripción, de quien soy, la ratifiqué públicamente durante un evento, que organizó la promotora cultural, mexicana, Lucila Ruvalcaba, en el viejo Museo Mint de Charlotte, Carolina del Norte, la ciudad donde radico.
Y es que llevo 32 años viviendo en Estados Unidos y decidí hacerme ciudadano estadounidense.
Adoró a este país. Detesto que hablen mal -por prejuicios preconcebidos- de esta nación y siempre expreso que las puertas son anchas para los que no les guste y se quieran ir y angostas para quienes desean entrar.
Celebro que en el preámbulo de la Declaración de Independencia se hable de la búsqueda de la felicidad, que una de las enmiendas a la Constitución garantice la libertad de expresión y que en el poema inscrito en las base de la Estatua de la Libertad, se reconozca que este es un país de inmigrantes.
Aquí encontré el norte de una causa justa, que es la defensa de los indocumentados de bien, que viven inermes en la sombras de Estados Unidos, por lo cual recibo cibernéticamente latigazos constantemente.
Mi amiga María Peña, de la agencia EFE, me defendió hace unos días respondiendo a los ataques que me hacen: “Los inmigrantes que queremos a nuestro país adoptivo, criticamos y denunciamos injusticias o deficiencias precisamente porque, desde nuestras profesiones queremos construir un mejor país y ¿por qué no? un mejor mundo”.
He vivido en Los Ángeles, Nueva York, Miami, Washington y Charlotte, donde entendí el carácter de las comunidades mayoritarias, de los mexicanos, puertorriqueños y cubanos. Y no ha habido nacionalidad hispana con la que yo no haya tenido el privilegio de trabajar o tratar durante estas tres décadas de vivir en esta tierra de libertad.
Es más, a las hispanas que cometieron el desatino de quererme o soportarme les agradezco sus besos.
Hoy comparto la alegría de celebrar el Mes de la Herencia Hispana con mis 50 millones de compatriotas hispanos de Estados Unidos.
Deseo que tratemos de desarmar espíritus, de ser más tolerantes los unos con los otros, de repudiar a los latinos que sean rufianes, y que nuestros números de población no sean solo eso, sino poder político, poder económico, educación y responsabilidad cívica y social.