Poder
Uno de los temas más estudiados de la sociología política es el “Poder”. El texto clásico es el de Max Weber, quien luego de una acuciosa investigación histórica identifica una topología de tres diferentes orígenes del poder: el hereditario, el carismático y el institucional.
Dentro del texto, Weber también aporta que el poder puede ser ejercido legal o ilegalmente: el primero como producto de las tiranías y el segundo resultado del ejercicio de la democracia. “El Estado es aquella comunidad que ejerce (con éxito) el monopolio de la violencia física dentro de un determinado territorio”, dice.
Pero la historia de la humanidad sólo reporta fugaces momentos en los que ese axioma tuvo evidencia de haber sido funcional. Por desviaciones propias de su naturaleza, los individuos que ejercen el poder olvidan que lo deben practicar a favor de la comunidad y nunca para su beneficio personal. La responsabilidad es extrema.
En las últimas décadas, y a pesar de la idea del “Fin de la Historia”, una interpretación fallida de Francis Fukuyama que consideraba que el hombre, finalmente, había alcanzado el nivel superior de la coexistencia; que la lucha de las ideologías había sido sobrepasada y en el mundo reinaba la democracia liberal que, sabiamente, se había impuesto a la guerra fría.
Fallida y utópica reflexión. Lo cierto es que después de un inicio esperanzador del siglo XXI, pronto la triste realidad cambió para siempre la faz de la humanidad. Un criminal atentado cegó la vida no sólo de miles de inocentes, sino la tranquilidad de millones de seres humanos atemorizados por la sombra del terrorismo: Casi no hay territorio del planeta que no haya sido asolado por ese mal diabólico.
A la par, los gobernantes han venido alejándose de su principal responsabilidad, que es, siguiendo a Weber, garantizar la tranquilidad y prosperidad de las naciones y sus ciudadanos. Los terroristas, por un lado se multiplican y adquieren mayor grado de sofisticación y capacidad destructiva; con pocos recursos generan graves e irreparables daños en lo material y, peor aún, en la integridad física de las personas.
Las respuestas son erráticas y equivocadas. La más de las veces la represión sólo genera más violencia en una espiral creciente y de acelerada retroalimentación. A esto súmese la reacción de mentes distorsionadas que utilizan poderosas armas para aniquilar a poblaciones inermes en actos públicos o en recintos educativos o religiosos. Vaya barbarie.
Por su parte, las oligarquías, en lugar de actuar en forma inteligente y decidida, sólo atinan en buscar cómo obtener y ampliar beneficios privados traicionando a quienes a través del voto los encumbraron en posiciones de poder. En los cuatro puntos cardinales del planeta se reproduce el modelo y una humanidad desamparada no logra frenar esos apetitos.
Baste decir que en el escenario político-electoral que se libra hoy en México, el campo de batalla no es el de las ideas, los programas y las propuestas. La lucha por el poder es descarnizada; no se reprimen en sus ambiciones de grupo y son capaces de las peores acciones dañando irresponsablemente a las instituciones que tantos sacrificios a costado erigir: el desmantelamiento de la PGR, el espionaje y la persecución fiscal son lastimosos ejemplos.
Ante tan desolador horizonte, para fortuna, se percibe que la sociedad llegó al límite de la tolerancia y que el próximo primero de julio saldrá a realizar uno de los actos más nobles y responsables de la vida social; emitir con sabiduría y elevado sentido de conciencia su voto a fin de elegir no al menos malo, sino a la opción que garantice una golpe de timón para que quien llegue a desempeñar la máxima responsabilidad lo haga con honestidad, honradez y profesionalismo y sólo mirando por el bienestar de los ciudadanos y del país. Y si no lo hiciere que la patria se lo demande.