Crisis
La palabra “crisis” nos acompaña prácticamente toda la vida: al nacer, al crecer y al morir. A los procesos sociedades también le es aplicable y así, desde los años sesenta del siglo pasado, es parte de la rutina informativa.
Las crisis estudiantiles de 1968 en Francia, Estado Unidos y México; la crisis de los misiles de Cuba-URSS-USA y el riesgo implícito de un holocausto nuclear, los conflictos militares entre Israel y los países árabes del Yom Kippur; las crisis monetarias de los años setenta, ochenta y noventa, las crisis financieras y bursátiles de los noventa; la crisis del medio ambiente de fines y principios de siglo; las crisis de los valores humanos y, hoy, la crisis política mundial y regional originada por el relevo presidencial en Estados Unidos.
Es tan frecuente hablar de crisis que hemos olvidado hasta su significado. La sabiduría milenaria China la identifica como una época de riesgos, pero también de oportunidades. Los primeros economistas del siglo diecinueve llegaron a pensar, irónicamente, que las crisis económicas se presentaban con una regularidad de cada diez años vinculadas con el comportamiento de las mareas. Otros estudiosos, más serios, consideraban que los desajustes de las fuerzas de la oferta y la demanda originaban los efectos negativos que el propio sistema ajustaba en forma automática, pero con elevados costos sociales y económicos para las grandes mayorías.
Una explicación que siempre me ha provocado es la del académico austriaco Joseph Shumpeter que popularizó el concepto “destrucción creativa” con el que explicaba la necesidad de innovar para mantener el movimiento dinámico de las empresas y gobiernos. Viene a cuento el punto para ofrecer una idea que podría contribuir a superar los aciagos momentos que estamos confrontando.
En efecto, hoy necesitamos ser muy creativos, las fórmulas tradicionales ya no son funcionales y por eso es necesario elaborar nuevos enfoques que vayan al fondo de la problemática y no solo a curas temporales. En ese sentido, debemos darle su justa dimensión al riesgo de que la actual crisis se puede convertir en un calvario o en el inicio de una nueva etapa de crecimiento de la humanidad.
Son dos los componentes centrales en los que debemos poner mayor atención: partir de un diagnóstico profundo de lo que ya no funciona y, a continuación, diseñar y ejecutar las nuevas rutas a desarrollar. Expongo a continuación una primera reflexión.
En México existe una enorme población que no realiza labores que generen valor y contribuyan a la formación y consolidación de un gran mercado productivo. Es el capítulo de la “economía informal” cuyo creciente número supera a los grupos económicos que si están integrados en cadenas institucionales de producción. Los informales comercializan productos de dudoso origen, eluden el pago de impuestos y engañan al consumidor al hacerlo creer que está realizando una operación ventajosa, nada más equivocado.
Ese grupo parasitario resta espacio al empleo formal y desequilibra los patrones de producción y de consumo. El gobierno ha fracasado en los intentos para combatirlo, y en el mejor de los casos se ha limitado a instrumentar tibias y eventuales medidas de control que solo alientan su reproducción. El discutible argumento esgrimido es que se protege a los marginados para compensar la falta de oportunidades que se les han conculcado derivadas de un sistema educativo que no responde a las exigencias de modelos productivos eficientes que propicien alternativas de alta tecnología en la producción de bienes y servicios de calidad.
Hacer lo correcto, y destruir creativamente lo que no funciona, es el deber de autoridades comprometidas, el resultado contribuirá a evitar las fugas migratorias en búsqueda de sueños inalcanzables.
Un apunte; los migrantes mexicanos en Estados Unidos generan 300 mil millones de dólares al año. No es poca cosa para ese mercado interno y sus finanzas nacionales, ¿lo sabrá el que se quiere deshacer de ellos? ¿lo sabrá el que puede recibirlos y potencializar esas capacidades?