Esta Va por Ella
Sentado al borde de su cama en el hospital, esperaba que mi madre moviera sus labios para pronunciar la frase que suele decir para reconfortarse en momentos difíciles: “No te preocupes, todo va a estar bien”.
Esta vez tuve que cruzar solo el arroyo de la tristeza, espantar con la espada de la certidumbre a las sombras de la tragedia, ahuyentar con el corazón de la esperanza a la noche eterna.
Tuve que envolverme solo en esa larga y pesada capa protectora de amor incondicional que solamente las madres pueden cargar en sus hombros, como si se tratara de un sutil velo de seda.
La cirugía, que parecía de rutina, se convirtió en una pesadilla por los efectos de un anestesia que no pudo ser eliminada en tiempo y forma debido al hígado trastocado de mi madre que ya no funciona en su totalidad.
Eternos, los días pasaban con la misma lentitud con la que los caracoles se arrastran.
Harto del silencio, interrumpido tan sólo por una máquina cuya bocina suena cuando la situación se torna alarmantemente, crítica, decidí salir a dar un paseo fuera del hospital.
Me aventure a la calle para romper un encierro de siete días y siete noches, en los que almas blancas vestidas de enfermeras fueron mi única compañía.
Comencé a caminar bajo uno de esos raros días soleados y despejados que en esta época del año sorprenden a la Ciudad de México.
Con ganas de adentrarme más en las fauces del monstruo capitalino, tomé un taxi rumbo al Bosque de Chapultepec.
Me hacía falta ver verde, respirar verde, sentirme vivo.
Arriba del taxi, el chofer subió el volumen de su radio, y me pude percatar que escuchaba con atención un programa de polémica deportiva.
Por alguna razón, el fútbol siempre ha sido uno de los bálsamos que me ayuda a curar las heridas de mi alma, mis fracturas del corazón.
Esta vez, el señor Pascual, el taxista que escuchaba el programa deportivo, se convirtió sin quererlo o pensarlo, en el ángel que me devolvería la sonrisa.
Por mis preguntas y comentarios, Pascual se percató que soy aficionado al fútbol, y fue entonces que aprovechó para desatar toda su furia en contra de aquellos que manejan el balompié mexicano.
Con apasionamiento desmesurado, me dijo que era americanista de hueso colorado, pero que hacía mucho tiempo…había dejado de ir al estadio, porque no quiere patrocinar a los “corruptos dirigentes de la Federación Mexicana de Fútbol”.
Mientras maniobraba su taxi entre el caótico tránsito de una ciudad que no otorga tregua, Pascual me contó una serie de anécdotas que, según él, conocía de primera mano.
La que más me divirtió fue la que me contó sobre Cuauhtémoc Blanco, quien cuando llegaba a los entrenamientos del América, masticaba papel periódico para quitarse el aliento alcohólico y evitar así que el entrenador en turno lo sancionara.
Pascual me hizo reír mucho. Le tomé confianza, y le pedí que me esperara una hora mientras yo daba una caminata por el Bosque de Chapultepec.
Caía el atardecer. Con la puesta de sol, llegaba la hora de volver al hospital.
Pascual me llevó de regreso a mi lugar de encierro. Al llegar a ese edificio frío y lúgubre, mi inesperado nuevo amigo me dijo al bajar del taxi: “No te preocupes, todo va a estar bien”.